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Demasiado importante para los economistas



Robert McNamara era ministro de Defensa de Estados Unidos cuando el presidente Lyndon B. Johnson inició la “Guerra contra la Pobreza”. Inspirado por esta experiencia, como presidente del Banco Mundial, McNamara inició en 1973 un combate global contra la pobreza absoluta, a la que prometió erradicar “antes de fin de siglo”.
Años más tarde, el presidente republicano Ronald Reagan se burló de su antecesor demócrata diciendo que “LBJ declaró la guerra contra la pobreza… y perdió”. Lo mismo puede decirse de McNamara. Cuarenta años después de iniciada esta guerra global, el Banco Mundial marca ahora el año 2030 como la fecha para terminarla.
Para evitar el bochorno de una nueva derrota, además de postergar la fecha, el Banco Mundial baja la barra que mide la altura del desafío. McNamara trazó la línea de pobreza absoluta en treinta centavos de dólar, o su equivalente en poder adquisitivo de la moneda de cada país. Ajustados por la inflación, aquellos treinta centavos equivaldrían a 1.6 en dólares de hoy, pero la nueva línea se sitúa en 1.25. Este dinero ya no alcanza para “la eliminación de la malnutrición y del analfabetismo, la reducción de la mortalidad infantil y la elevación de la expectativa de vida al nivel de los países desarrollados”, como quería McNamara, sino apenas para no morir de hambre, que es la nueva definición de “pobreza extrema”.
Según las proyecciones del propio Banco Mundial, si los ritmos de crecimiento económico actuales se mantienen y la desigualdad no empeora, habría un noventa por ciento de probabilidad de alcanzar este objetivo en 2015. El mensaje a los gobiernos del mundo es, entonces, que no hay que cambiar nada para ganar esta guerra.
¿Por qué no están sonando las campanas? ¿Dónde está la celebración por haber liberado (o estar a punto de hacerlo) a la humanidad de la miseria?
Lo que sucede es que la pobreza medida por el Banco Mundial con una línea fija, que no cambia mientras la gente se eleva por encima de ella, no es la misma pobreza que la opinión pública percibe.
Adam Smith, el fundador de la economía moderna, sostenía en el siglo XVIII que los mínimos necesarios comprenden “no sólo los bienes indispensables para sustentar la vida, sino también todo lo que las costumbres del país hacen que sea indecente no tener”. Smith incluía un par de zapatos de cuero y una camisa de lino entre lo que “las reglas establecidas de decencia” volvían indispensable, aunque reconoce que en la antigüedad los ricos andaban de toga y sandalias.
Para Smith la pobreza es relativa, pero los economistas neoclásicos que se proclaman como sus seguidores son hoy los partidarios de una línea “absoluta” de pobreza. Martin Ravallion, quien durante más de un cuarto de siglo produjo las estimaciones de pobreza del Banco Mundial, explica que “quienes sostienen que la globalización es buena para los pobres tienden a ser abiertamente ‘absolutistas’”.
En cambio, la gente común es “relativista”. Desde 1949 la encuestadora Gallup pregunta a los estadounidenses “cuánto necesita como mínimo una pareja con dos hijos para arreglárselas (get along) en su comunidad?” El monto promedio sube sistemáticamente en la misma proporción que el ingreso nacional.
Eso quiere decir que si era correcta la línea de un dólar diario en 1990, esta línea debería ubicarse ahora por encima de los dos dólares, ya que el ingreso mundial per cápita se ha más que duplicado entre 1990 y 2010. Quienes viven con menos de dos dólares al día no son un porcentaje pequeño, sino que constituyen más de la mitad de la población del mundo. Erradicar esta pobreza es posible, porque los ingresos mundiales promedio equivalen hoy a unos treinta dólares por día por persona. Pero como esta riqueza está muy mal repartida, la pobreza relativa sí exige grandes transformaciones.
Gordon Fisher, uno de los principales expertos estadísticos del Departamento de Salud de Estados Unidos, ha analizado la evolución de las líneas de pobreza en una docena de países y la conclusión es que todas ellas suben en proporción a los ingresos. En un trabajo de 1938, Carroll Daugherty explicaba que “en 1890 un presupuesto familiar estándar no incluía lámparas eléctricas, automóviles, radios o espinaca, que hoy son considerados básicos para nuestro confort”.
Resulta paradójico que los defensores de la globalización celebran la rapidez de los cambios tecnológicos que ella trae, por un lado, y por el otro, insisten en contar como “ya no más pobres” a quienes superan una línea fija de consumos mínimos que cada vez baja más en relación al consumo total.
Según Fisher, “antes de 1965 quienes estudiaban o definían las líneas de pobreza eran defensores de los menos privilegiados
: trabajadores sociales, representantes sindicales y empleados de oficinas estatales de estadística”. Cuando comenzó la Guerra contra la Pobreza en 1964, se impulsaron las investigaciones sobre el tema y a medida que los veteranos se fueron jubilando o muriendo, “fueron reemplazados por economistas que no entendieron la historia y tradiciones de los primeros”.
Así como, para Georges Clemenceau, la guerra es demasiado importante para dejársela a los generales, cuando el enemigo es la pobreza, el estado mayor no puede ser solo de economistas.

Fuente: http://agendaglobal.redtercermundo.org.uy/2013/05/16/demasiado-importante-para-los-economistas/

Estado de las ciudades de América Latina y el Caribe 2012

La ONU publicó en fecha reciente un análisis sobre el estado de las dinámicas socio-económicas y la calidad de vida en las ciudades de América Latina.


"América Latina y el Caribe es una región fundamentalmente urbana, aunque cuenta con grandes espacios poco poblados. Casi el 80% de su población vive actualmente en ciudades, una proporción superior incluso a la del grupo de países más desarrollados, por lo que la región está considerada como la más urbanizada del mundo. En general, el proceso que ha llevado al subcontinente hasta ese grado de urbanización ha sido positivo y ha generado grandes esperanzas, pero también amargas desilusiones. Muchas de sus ciudades han conocido una transformación urbana traumática y a veces violenta por su celeridad, marcada por el deterioro del entorno y, sobre todo, por una profunda desigualdad social. Hoy, las ciudades de América Latina y el Caribe se encuentran en un punto de inflexión. Después de décadas en las que los Gobiernos centrales y las autoridades locales parecían incapaces de hacer frente a un proceso de cambio demasiado rápido, están reunidos, en principio, todos los requisitos para lograr un desarrollo urbano con sostenibilidad en los años y décadas futuras.

Desde el punto de vista demográfico, se puede decir que la explosión urbana ya es asunto del pasado. Tras varias décadas de éxodo rural, los procesos de urbanización están virtualmente cerrados en casi todos los países de la región. Desde el año 2000, el crecimiento promedio anual de población urbana es inferior al 2%, una cifra que corresponde al crecimiento demográfico natural. Además, varios países se benefician actualmente de un bono demográfico, en el sentido de que la población activa es proporcionalmente mayor que en el pasado y supera ampliamente la de niños y ancianos. Es una situación privilegiada, que no durará más de treinta años y ofrece la oportunidad de realizar grandes inversiones para preparar a los países a los retos futuros, apoyándose en el dinamismo actual de la población activa. La desaceleración del crecimiento urbano, bien aprovechada, permite eludir los problemas típicamente asociados a su rapidez, como el déficit de viviendas y servicios básicos, y concentrar los esfuerzos en la mejora de los espacios, las infraestructuras y servicios existentes. Los avances logrados en acceso a agua, saneamiento, transporte, comunicación y otros servicios han aumentado el atractivo de las ciudades intermedias, lo que apunta a un mayor equilibro del sistema de ciudades de los países"